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EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER

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70 • CREADOR Y REBELDE

 

Lunes, 12 de noviembre de 2001

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Albert. Einstein

El 13 de abril de 1955, le asaltaron fuertes dolores abdominales y otros síntomas alarmantes. El viernes 15, su estado era tan grave que fue trasladado al hospital de Princeton. Sabía que estaba a punto de morir. A un colaborador íntimo le dijo en tono de reproche amistoso: "No estés tan triste. Todos tenemos que morir" Preguntó si la agonía iba a ser muy dolorosa, pero los doctores no pudieron hacer un pronóstico concreto. Gracias al tratamiento que se le aplicó en el hospital, remitieron los dolores. El sábado pidió sus gafas y el domingo dijo que le llevaran sus cálculos y las notas que estaba preparando para la declaración sobre Israel. Su hija Margot, que también había ingresado en el hospital, fue a visitarlo, y al principio no le reconoció, tan desfigurado estaba por el dolor y la palidez. El hijo mayor había venido desde California para acompañarle en aquella hora difícil. También estuvo con él en sus últimos días y horas su viejo amigo y fiel consejero, el comunista Otto Nathan.

Dos años antes, nuestro hombre había escrito a la reina madre de Bélgica: Es curioso, pero a medida que envejecemos, vamos perdiendo la íntima identificación con el aquí y el ahora; nos sentimos trasladados al infinito, más o menos solitarios, sin esperanza ni miedo, como meros observadores. Nueve meses más tarde, con palabras que recuerdan las convicciones de uno de los primeros pensadores que hablaron del átomo, el poeta romano Lucrecio, nuestro hombre había escrito: Es muy frecuente que los hombres piensen con terror en la muerte. Es uno de los medios de que se sirve la naturaleza para conservar la vida de la especie. Desde un punto de vista racional, este terror no tiene ninguna justificación, pues quien haya muerto o no haya nacido todavía, no puede padecer ningún accidente. En pocas palabras, es un terror estúpido pero inevitable.

Cuando le llegó la hora, hizo frente a la muerte sin temor y hasta con buen humor. Se mantuvo sereno, con el espíritu tranquilo, dispuesto para la última gran aventura. Siguió hablando con calma y con su habitual humor de asuntos personales y científicos y, con cierta tristeza, de América y de las escasas esperanzas de conservar la paz en el mundo. Así pasó sus últimas horas de vigilia. La tarde del domingo se quedó dormido, y el 18 de abril de 1955, poco más de una hora después de medianoche, su corazón dejó de latir.

Dos siglos antes, cuando murió Newton, su cuerpo quedó expuesto al público, mientras el mundo lloraba su muerte. Sus cenizas fueron depositadas solemnemente en la abadía de Westminster, en el corazón de Londres, junto a los restos de los más distinguidos hijos de Inglaterra.

Cuando murió nuestro hombre, hubo gran consternación en todo el mundo. Pero él había indicado que no quería ni funeral, ni tumba, ni monumento. En una ceremonia privada, en presencia de sus más íntimos, fue incinerado cerca de Trenton, Nueva Jersey. Por propio deseo, se mantuvo en secreto el destino de sus cenizas, para evitar que ningún lugar del mundo, por humilde que fuera, pudiera convertirse en un relicario.

Pero el río del Tiempo siguió fluyendo y llevó sus cenizas desde donde se encontraran hasta el gran océano en cuya orilla juega Newton y ahora también juega él, Albert Einstein.


BANESH HOFFMANN • Creator and Rebel