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Hace más de cien
años, un árabe llamado Abdul andaba por un desierto al que conocía como la palma de su
mano. Bajo el ardiente sol vio algo moverse lentamente sobre la arena. Detuvo su camello y
se bajó a ver qué era lo que llamaba su atención. Descubrió que sólo se trataba de
una cucaracha que intentaba desesperadamente llegar hasta la sombra de una piedra para
protegerse del infernal calor. "Tanta molestia me he tomado por una mísera
cucaracha", pensó. Su primera intención fue pisarla y seguir su camino, pero cuando
dirigía su pie hacia la cucaracha, un pensamiento cruzó por su mente: "Si Alá
quiso que yo advirtiera en este inmenso desierto a este insignificante y miserable ser,
será alguna señal que hoy no puedo entender".
Entonces, en lugar de aplastar la cucaracha, se agachó, extrajo su cimitarra, y con
la filosa hoja la levantó suavemente y la colocó a la sombra de la piedra que la
cucaracha pugnaba por alcanzar. La cucaracha, lejos de entender que había pasado, corrió
asustada y se escondió bajo la piedra. El beduino guardó su arma, miró hacia el
ardiente sol, subió a su camello y se marchó. La cucaracha permaneció escondida varias
horas. Todavía sentía miedo de esa monstruosa aparición que había, según su primitivo
pensamiento, tratado de matarla. Cuando el sol estaba cerca del horizonte, muy lentamente
comenzó a salir de debajo de la piedra. Miraba muy atentamente a su alrededor,
buscando a esa figura enorme que la había asustado tanto. Tan atenta estaba
buscando en el horizonte al beduino, que ni siquiera se dio cuenta cuando la iguana que
estaba sobre la piedra se abalanzó sobre ella y se la comió.
La iguana se sintió contenta de haber comido algo aunque fuera muy pequeño en ese día.
En el desierto escaseaba el alimento, y todo lo que se encontraba para comer era
bienvenido. Se recostó sobre la piedra para hacer la digestión, más por costumbre que
por necesidad. Lentamente cerró sus ojos y entró en un letargo placentero. Así estaba
cuando las garras de un halcón se clavaron en su cuerpo, y mientras trataba de escapar de
su captor, veía como el suelo se alejaba debajo de ella. Poco a poco fue perdiendo la
conciencia. El halcón completó su carnívoro ritual, y batiendo las alas en forma
triunfal saboreó hasta el último bocado de su presa. Luego, levantó vuelo en busca de
otra nueva victima.
Recostado en una palmera, Abdul pensó que había sido muy afortunado en hallar el oasis,
pero que si no encontraba algo para comer, no tendría fuerzas suficientes para cruzar el
ultimo tramo del desierto que lo separaba de su pueblo. Le pidió a Alá que lo ayudara a
llegar a su casa, donde sus padres lo esperaban ansiosos. Además, su prometida lo
aguardaba esperando para formar un hogar. Estaba en medio de su ruego cuando la figura de
un ave pasó lentamente sobre él volando en círculos. Tomó su arma, apuntó y disparó.
El halcón no llegó a entender qué era ese lacerante dolor en su pecho. Sólo se dio
cuenta que algo había pasado luego del estruendo y que caía irremediablemente. Abdul
recogió su presa, hizo un fuego y la cocinó. Comió todo lo que pudo, y al anochecer
emprendió la aventura de tratar de llegar a su pueblo.
Luego de dos días interminables llegó a su casa. Saludó a sus padres y salió corriendo
al encuentro de su amada. La abrazó como se abrazan aquellos que han corrido el peligro
de no verse más. Se amaron en la oscuridad y desde entonces nunca más se separaron hasta
el fin de sus días. En el medio, tuvieron tres hijos varones y dos hermosas mujeres, que
les llenaron la vejez con travesuras de los nietos. Esta historia tiene un final feliz. Si
esperabas otra cosa es porque las costumbres modernas hacen que las buenas noticias no
sean noticia, y que las historias felices pasen desapercibidas.
PD: La
descendencia de Abdul fue muy prolífica y exitosa. Tanto que un tataranieto suyo, llamado
Carlos Saúl, llegó a ser presidente de un lejano país al sur del continente americano.
MORALEJA: Si ves una cucaracha... PíSALA |