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638 • EL CERO Y LA NADA 2

 

Miércoles, 15 de octubre de 2003

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Aparentemente, los primeros en descubrir el cero fueron los sumerios, que tenían un sistema de numeración bastante embrollado, o mejor dicho dos. Uno era decimal y el otro, sexagesimal: el mismo que seguimos usando al dividir el día en 24 horas y la hora en 60 minutos. Contaban desde 1 en forma decimal, pero al llegar al 60, cambiaban al sistema sexagesimal, lo cual complicaba las cuentas. No hay que sorprenderse demasiado, si pensamos que los ingleses hasta 1971 juntaban 12 peniques para hacer un chelín, y 20 peniques para hacer una libra. El hecho es que en algún momento los sumerios comenzaron a dejar una columna en blanco entre dos grupos de signos cuneiformes, con el valor que hoy le damos al cero. Hasta inventaron un signo para representarlo, pero todavía no lo hicieron redondo: lo dibujaron como dos cuñas.

En tiempos de Homero, los griegos escribían decenas y centenas con las iniciales de su nombre: una eta era hékate (100) una pi era 5 (pénta) y una delta era 10 (déka). Pero cometieron un error fatal al llegar al siglo de Pericles, cuando comenzaron a usar las 24 letras del alfabeto, añadiéndoles algunos signos ad hoc, para escribir los números. Así, 10 pasó a ser «i», la décima letra, y 11 se escribía «ia», la décima más la primera. Este sistema era bastante incómodo, ya que si bien para diferenciar los números de las letras se les ponía una raya encima, había números que se podían confundir con palabras. Por ejemplo, 318 se escribía «tíe», que significa «¿por qué?». Era algo parecido a lo que nos ocurre con las patentes alfanuméricas, que dan lugar a combinaciones como «ajj», «sex», «fmi», «dgi», «opa» o «uff», que no siempre le caen bien al dueño del auto. Para remediarlo, los pitagóricos empezaron a usar puntos, con los cuales formaban figuras, de manera que había números triangulares (el 10), cuadrados (el 9) y pentagonales (el 5). Pero es sabido que los pitagóricos mezclaban geometría, aritmética y física, de manera que el sistema no prosperó. De todos modos, algo parecido sobrevive en los dados.

Cualquiera sabe de las dificultades que aparecen cuando se quiere hacer una cuenta cualquiera con números romanos. En su origen, esos números eran apenas dedos estilizados, combinados con algunas letras para las cantidades más grandes. Desde la época de los griegos, para calcular se usaban contadores como los que todavía se ven en los jardines de infantes. Eran unas cajas divididas en columnas donde se ponían piedritas, no en vano llamadas «cálculos», como los renales. Cada diez piedras había que pasar a la columna siguiente, como en el ábaco.

El cero, con su forma redonda, apareció y desapareció una y otra vez en distintos contextos. Puede que su origen fuera la letra «o», como un sello redondo grabado en la arcilla, o esa huella que quedaba tras una sustracción en una caja de arena de esas que usaban para contar los mercaderes orientales.

En Roma todavía no había cero ni un valor posicional, salvo que IV era 4 y VI era 6 según se escribiera la I de un lado o de otro. De manera que 1999 había que escribirlo MCM XC IX, como si fueran varias columnas. Con el Imperio, los romanos hicieron grandes negocios y comenzaron a manejar cifras millonarias, con lo cual tuvieron que inventar signos para potenciar los que tenían y anotar números mayores. Pero no todos los aceptaban. Cuando Livia le dejó cincuenta millones de sextercios a Galba, su hijo (el emperador Tiberio) insistió que en lugar de una D enmarcada (50.000.000) había que leer una D con una raya encima(apenas 500.000). Argumentaba que «la cantidad estaba en signos, no en letras», y la cifra era ambigua. Quizás entonces haya nacido la costumbre de escribir el importe de los cheques en números y letras, aunque por entonces todavía no había cheques.

Las dificultades se hacían insuperables cuando se llegaba a números realmente grandes, y Arquímedes fue uno de los que se tropezaron con ellas. En su famoso Arenario se propuso calcular cuántos granos de arena cabían en el universo. Como el número más grande que usaban los griegos era la miríada (10.000) tuvo que inventar números de distintos órdenes, es decir miríadas de miríadas de miríadas. Llegó hasta los números de tercer orden, que para nosotros serían un 10 a la 24.

En el Lalitavistara, una vida de Buda escrita siglos más tarde en la India, el joven Gautama ganaba un certamen de inteligencia y sabiduría al ponerle nombre al número más grande, el tallakchama, que era nada menos que 10 a la 53. De haber existido las potencias de diez («¿por qué Arquímedes no se dio cuenta?», clamaba Gauss) lo de Arquímedes y Buda no hubiera llegado a ser una hazaña.

PABLO CAPANNA
De un artículo aparecido en Página/12