Click para ir al número anterior

ANTERIOR

EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER

SIGUIENTE

Click para ir al número siguiente

403 • LA CONDENA

Martes, 7 de Enero de 2003

Al índice

Click para ir al índice

Estaba amaneciendo cuando lo llevaban a fusilar. Iba sentado en el fondo de la camioneta con las manos atadas a la espalda y durante el viaje hacia la muerte trató de consolarse imaginando el fin del mundo. Una detonación cósmica había destruido la tierra y su lugar en el espacio lo ocupaba ahora el vacío absoluto. No había servido de nada haber escrito el Quijote, haber sido Miguel Ángel, haber dudado como Hamlet o haber ganado una gran batalla. Si la historia no era más que un sueño que ya había sucedido, ninguna importancia tenía morir ahora, inocente o culpable.

Eso pensaba el reo hasta llegar a una ladera llena de flores silvestres donde fue apeado ante el pelotón de fusilamiento que estaba al mando de un capitán avezado en esta clase de ritos. Mientras los soldados alistaban los fusiles, el condenado se vio deslumbrado por un destello del primer sol que se abría paso en la niebla del valle. Pensó que si lograba darle a ese rayo de luz una profundidad infinita en su mente, sería inmortal. El capitán se le acercó para ofrecerle la gracia de morir con los ojos tapados. El reo asintió. Cuando un soldado le puso la venda y se le hizo la oscuridad, una ráfaga de su memoria cruzó por delante de los párpados cerrados dejando una estela luminosa en forma de labios de mujer muy carnosos. Imaginó de nuevo que si lograba detener aquel instante de amor que un día le fue regalado, podría salvarse.

Oía la fricción de la brisa contra las plantas silvestres junto con la voz del capitán que mandaba cargar los cerrojos. Lo último que había contemplado en este mundo era un destello rosa en la niebla. No le pareció que fuera del todo despreciable morir en medio del aroma de las jaras con el sol iluminando su frente por donde entrarían las balas.

A punto de recibir la descarga sonó en la ladera un caballo cuyo jinete jadeante traía un papel con el indulto. Le desataron las manos, pero la orden de su libertad fue leída por el mensajero teniendo el reo los ojos tapados todavía. A partir de ese momento a su alrededor hubo silencio. Sólo pasaron unos segundos. Cuando el indultado se quitó la venda allí no había caballo, ni jinete, ni soldados, ni capitán. Sólo la niebla persistía en el fondo del valle. Comenzó a caminar monte abajo como si en el mundo ya no quedara nadie. Tal vez la historia había terminado. En ese momento oyó muy lejos el eco de varias descargas.

El reo ignoraba que había sido fusilado. Tenía carmín en la mejilla, un rayo de sol enfrente y seguía caminando entre las jaras.

MANUEL VICENT (17-NOV-2002)
Colaboración E. Demitrio