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259 • HOTEL CASTRO

 

Viernes, 12 de julio de 2002

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Oiga... si yo fuera escritor como usted ¡las cosas que contaría!, o al revés: las cosas que usted podría contar si fuera como yo dueño de este Hotel. Cada habitación és un mundo, amigo. Qué le parece ¿escribimos juntos un libro de cuentos? Yo pongo la materia y usted la forma. Total, sino es usted será otro. Porque no se crea que usted es el único escritor que viene a parar aquí. Hace poco tuve a dos. Los nombres verdaderos no se los daré. Buenos Aires es muy chica y hay que ser discreto. Llamémosles "Pérez" y "González". Conversando con ellos por separado averigué lo que le voy a relatar.

Pérez llevaba ya meses en el Hotel. Era profesor de instrucción cívica en un colegio y estaba escribiendo unas Biografías de Guapos.
- Claro que las publicaré con seudónimo -me dijo bajando la voz- porque yo ¿sabe? tengo une doble vida.
Quería que yo pensara en el contraste entre el aula y el hampa pero lo calé en seguida. Apenas lo vi, largándoselas de macho, recordé a aquel fanfarrón de mi barrio, cuando yo era joven, que para que las mujeres lo dejaran tranquilo las espantaba abriéndose la bragueta. Pérez tenía más pinta de guapo que de profesor. Vestía de negro. Hasta el bigote lo usaba negro. Era grandote y caminaba pisando fuerte, como un pesado de cine. Con los brazos arqueados a los costados ocupaba más espacio del que le correspondía. Le perdonaba a uno la existencia con miradas de desprecio y enronquecía la voz para despacharse contra los estudiantes maricas, que eran su obsesión.

En cuanto al otro, González -yo había leído cosas suyas en La Nación-, vino una medianoche acompañado por una mina. Generalmente las que traen aquí vienen neviosas, avergonzadas. Pero esta no se esquivaba. Al contrario. Levantaba la cabeza y daba la cara. Más que cara, máscara, por su rigidez. En su boca no había lugar ni para la risa ni para el llanto, y sus ojos se clavaban en un punto del aire como si estuvieran viendo algo invisible para nosotros. Mejor dicho: como si no estuvieran viendo nada. Pensé: ¿una ciega? No. Los ciegos son más expresivos. Por lo menos muestran la atención con que escuchan. Y esa mujer, en cambio, era una indiferente, una sonámbula, una hipnotizada, una marihuanera, una ida, una qué sé yo. González alquiló aquella habitación, la tercera, con el ventanal que da al patio ¿la ve? y se encerró con la loca.

A la mañana siguiente González me avisó que iba a comprar el diario y tabaco para la pipa, y que tomarían el desayuno después. Cuando volvió encontró a la mujer tirada sobre la cama, dormida y desnuda. Quiso despertarla y advirtió que no estaba dormida sino desmayada. Una mujer desmayada ¿no es cierto? tiene la docilidad de un sueño erótico. Ese cuerpo "abismalmente asequible" -son palabras de González- lo atrajo como si no fuera el mismo con el que había pasado la noche, sino el de una mujer nueva; y con renovado ardor le acarició los pechos y se inclinó para besar su boca, que respiraba apenas. En ese instante sus ojos se entreabrieron, primero vacíos y en seguida se llenaron de horror.
- ¿Qué te pasa? -le dijo González.
Los labios se movieron y empezaron a gemir. Temblaba, sollozaba
- ¿Qué te pasa? -y ahora González se acostó a su lado y fue a abrazarla.
- ¡No me toques! -exclamó ella con un gesto de repugnancia. Repugnancia, no por González sino por su propio sexo, que se apretó con las manos.
- ¡Lo que le han hecho a esta porquería! -murmuró; y con retorcimientos de serpiente que, al serpear, borra una curva con otra, trataba de esconder el cuepo dentro de sí.
- Ese hombre ... -balbuceaba
- ¿Quién, quién?
Con palabras entrecortadas contó: un hombre se había metido en la habitación; la había amenazado con degollarla si gritaba; la había obligado a desnudarse; la había violado...
De repente sumida en una calma tan histérica como antes su inquietud, cruzó las manos sobre el busto y clavó la mirada en el techo. González la cubrió con la sábana. De ese bulto salía una voz fría ahora extrañamente tranquila:
- Me forzó. Me forzó.
González -lo supe por él mismo- no conocía a esa mujer. Pocas horas atrás se encontraron en una fiesta de artistas. La vió con una copa en la mano, sola en un rincón, y se le acercó con curiosidad. Era una "figura de novela gótica" -son palabras de González-, una "figura lánguida, tétrica, mórbida, hierática" -son sus palabras- y sintió deseos de acostarse con ella, para ver si en la cama se avivaba. Fue fácil traérsela al Hotel. Demasiado fácil. Eso no era una conquista. La mujer se hubiera ido con cualquiera. Y resultó ser una frígida. De todos modos él se dió el gusto pero ¿iba a meterse en líos por ella? Llamar a la policía, ni pensarlo. Sería un escándalo: González estaba casado. Además, en esas carnes blanquísimas no había ninguna magulladura que probrara el delito. ¿Meterse en líos, por honor? ¡Honor! ¿Qué honor, si era una perfecta desconocida, a quien ni siquiera quería? Pero un hombre, aunque ande con una puta, tiene que hacer algo si la ultrajan estando con él, así que le dijo:
- Espérame. Voy a buscar a ese canalla y si lo encuentro...
Salió de la habitación resuelto a hacer algo. Qué, no lo sabía. Y vino a verme. Me preguntó qué hombres habían entrado en la última media hora
- Ninguno -le dije-
Ya sabe que aquí no entra nadie sin tocar el timbre de la cancel.
Me preguntó qué hombres se alojaban en el Hotel.
- jQue se yo! -le contesté- Cuatro, cinco... ¿Porqué?
De momento no me quiso decir lo que había pasado y así me ahorré el tener que darle más informes. Noté, sí, que parecía aliviado. Después que me enteré de todo comprendí por qué: es que si hubiera encontrado aI violador habría tenido que pelearlo, y pelear no era su costumbre. Con el sentimiento de haber cumplido ya con su deber de hombre volvió, pues, a su habitación y ayudó a la mujer a vestirse. De pronto ella, por las persianas del ventanal, vió a Pérez, que en ese momento atravesaba el patio. Se puso pálida, como si fuera a desmayarse otra vez, se prendió al brazo de González y con la otra mano señaló a Pérez:
- Ese es, ése es -susurró
- ¿Estás segura?
Lo siguió con los ojos hasta que Pérez entró su su habitación.
- Sí. Es él, es él -insistió.
- Esperáme.
González salió corriendo y golpeó en la habitación de Pérez. Apenas éste se asomó González le dio un empujón, se metió adentro y lo agarró a trompadas. Cuando un hombre empieza a pegar a otro ya no puede detenerse. Es un acto gratuito, un sobrante de energía animal. Bueno. Ahora sí había cumplido con su deber. Volvió. La mujer estaba esperándole: paciente, inmóvil, con la vista perdida en el aire, exactamente como la había dejado.
- Ya está. Le dí una trompeadura.
- Bien hecho -dijo ella en voz baja.
Y se fueron del Hotel. Justo al llegar a la esquina empezaba a arrancar un ómnibus. La mujer, pálida, se prendió al brazo de González y con la otra mano señaló a una ventanilla, detrás de la que estaba sentado un cabezón de negros bigotazos.
- Ese es, ése es -susurró
González se quedó atónito. La miraba, ya sin palabras. En ese momento otro bigotudo se aproximaba a paso lento, por la izquierda. La mujer se prendió al brazo de González y le dijo:
- Este es, éste es...
González llamó a un taxi
- Llévesela adonde ella le indique -le dijo al chofer dejándole unos pesos, y volvió al Hotel para pedir disculpas al aporreado, no fuera que lo denunciara ante la policía. Pérez no aceptó la indemnización que le ofreció.
- No es nada -decía con el pañuelo sobre la cara ensangrentada.
Y a mí me parecía agradecido. ¿Sabe por qué, amigo? Porque Pérez, el de las Biografías de Guapos, se había pasado toda la vida disimulando, con exagerados gestos de macho, que era un impotente, y ahora lo ascendían de categoría: de frío a calentón, de estéril a virulento. En su escala de héroes era mejor que lo creyeran un forzador de mujeres. ¿Qué le parece? Yo no sé contar pero usted, que es escritor, podría escribir un cuento ¿no?


ENRIQUE ANDERSON IMBERT