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87 • EL PETIZO ZAINO

 

Sábado, 1 de diciembre de 2001

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Petizo Argentino

Al recuerdo y la historia de nuestras propias vidas, se une la vida y la historia de aquel petizo zaino, que convirtió en aventuras de andantes caballeros nuestras primeras correrías de rebenque y recado en las felices horas de nuestros primeros años. Era un animal manso. Extremadamente manso. Como el Rocinante. Y nosotros, mi hermano y yo, jinetes en su lomo, nos sentíamos visionarios, quijotes y salíamos en cada tarde a conquistar ilusiones sobre una mancha de ensueños.

Pero el petizo había llegado a la estancia mucho antes de esto. Cuando yo apenas decía mis primeras palabras. Cuando Arturito se comió el bicho cascarudo, cuando aún vivíamos en la casa vieja. ¡Hace ya tanto tiempo...! Aún recuerdo, como a través de la niebla de un amanecer de otoño, aquellas tardecitas veraniegas en que el abuelo llegaba a buscarme con el sulky y el petizo zaino atado a las varas, adornado y orgulloso con los arneses nuevos. Entonces era todo un señor caballo con su relumbre de crin y cola, con su armonía de patas finas y su gallarda figura de criolla estirpe. Agil y robusto, arrastraba el carruaje con trote liviano y el látigo era sólo un adorno del conjunto, inclinado en su sostén, tendida al viento la trenza como si en esa actitud representara el rápido girar de las dos ruedas. El abuelo guiaba. Nos contaba cuentos del siglo pasado y solía enseñarnos una canción extraña, aprendida en sus mocedades entre las escarpas de su Arizaleta. Empezaba así:

¡Ay, ay, ay. Mutilá!
Chapela gorriá....

No entendíamos mucho, pero tenía una tonada tan alegre que muy pronto se grabó en nuestras memorias y uníamos entonces nuestras voces de pájaros a la suya de órgano como si dos primas y una bordona se hubiesen templado sobre los campos para entonarle al viento de verano una canción de dicha y de felicidad: esa felicidad de los niños que no conoce riveras ni horizontes y donde el alma con sus sueños vaga sin llegar jamás....

Y el petizo trotaba. Debía comprender nuestra alegría. Si cantábamos, acortaba el paso y parecía llevar el compás con el golpeteo de sus cascos, si reíamos, se apuraba más y más y el crujido de los muelles del sulky era una prolongación de nuestras carcajadas, que resonando de loma en loma iban a poner una sonrisa en los rostros de nuestros padres que, afirmados en la tranquerita blanca del monte, esperaban nuestro regreso.

Y cuando el abuelo se despedía y al grito de ¡Vamos! se alejaba de casa, el petizo trotaba más lentamente que nunca. Quizá estuviera cansado, pero quizá también se diera cuenta de que aquella cabeza mirando hacia atrás, deseaba prolongar la despedida. Y casi siempre, cuando la mano derecha del abuelo, alzada en alto, se perdía bajo el filo de la ultima loma, el sol se ocultaba y la tarde caía, como si la luz no fuese necesaria después de nuestro viaje.

Pero la guerra de Europa, que vistió de luto la mañana del mundo, pareció extender su sombra nefasta en nuestro destino, y una serie de acontecimientos tristes, puso la primera noche sobre el amanecer de nuestras vidas. Falleció la abuelita. El abuelo se fué al Paraguay y el sulky dejó de llegar todas las tardes. Construyóse la Estancia nueva y abandonamos la vieja. De aquel pasado como una leyenda sólo nos quedaba el petizo zaino. El viejo e inseparable petizo zaino un poco menos lustroso y un poco más manso. Seguía a nuestro lado y sobre su espinazo cada vez más agudo, toda una generación aprendió el arte gaucho de ser jinete. Esa misma generación que ha visto transformarse en bosque los estacones del monte nuevo. Aquellos mismos niños y niñas que primero, buscaban nidos de tordo entre los cardos: después los de paloma y cabecitas negras entre las ramas de los pinos y que hoy buscan el propio, porque la vida los ha hecho grandes y ellos se olvidaron de los pájaros.

Cuando murió nuestro padre (¡ah qué invierno helado!) el abuelo regresó del extranjero. Traía algunas canas más sobre las sienes y encontró a sus nietos un poco más crecidos. Fué tan grande la alegría de verlo otra vez entre nosotros, que todas las penas se hicieron más pequeñas y nuestra madre sintió nuevas fuerzas para seguir luchando y acrecentando esta deuda para con nosotros que ya no podremos pagarle nunca.

El petizo zaino también parecía contento. Y cuando el abuelo lo ensillaba para salir al campo, encorvaba el pescuezo y hacía sonar la coscoja como para no desilusionarlo. Ya no era el de antes, pero intentaba una postrera reivindicación. Todavía lo preferíamos. En las vacaciones, él arrastraba un carromato de nuestra construcción por los rastrojos resecos. El aún nos servía de nochero y él aún nos hacía sentir Don Quijotes visionarios....

Y en largos galopes, sin rumbo y sin destino, su vida se fue apagando, como se iba apagando también en nuestras almas la dulce inocencia de los doce años. Hasta que un día, dejando caer el telón del pasado sobre una época inolvidable, mi hermano, que había salido al campo regresó a casa muy triste y al encontrarse con el abuelo que tomaba mate en el patio, casi sin detenerse le dice:

-Abuelito, se murió el petizo zaino... está allá, en el bajo... Y mientras corre casa adentro con su infausta nueva, a refugiar su angustia en los brazos siempre abiertos de nuestra madre, el abuelo, que muy pocas veces deja adivinar sus emociones, ha bajado la vista hasta el mate y se ha quedado en silencio.


RODOLFO HECTOR SILVERIO CARRERA