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73 • EL SOMBRERO DE LA PATRONA

 

Jueves, 15 de noviembre de 2001

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Sombrero

En la larga lista de encargues que doña Magda había confeccionado para que se trajeran del pueblo, figuraba al final, como de lástima: "Un sombrero de paja para mí. Que sea fuerte". Las vueltas que Arturito su hijo y don Santos, el socio de éste, debieron dar para encontrarlo, sólo ellos podrían decirlo. Parecía como si en el renglón de sombreros de esa naturaleza, se hubieran terminado los de la medida y calidad que la Patrona deseaba. Por fin, cuando ya las tiendas y la paciencia se acababan, dieron con él. Era de paja trenzada, muy aludo y muy fuerte. Justo el pedido. Ahí nomás se cerró el trato y sin dar a tiempo a que lo envolvieran, ambos socios treparon al "Jesús del Gran Poder", el viejo auto de la Estancia, casi escondido entre un montón de bolsas y paquetes y emprendieron el camino de regreso entre la polvareda y los barquinazos, a través de los campos que la primavera pintaba de flores y bajo el sol de la tarde que a esa hora se iba como queriendo esconder entre las sierras que, allá en el horizonte, hinchaban su lomo desparejo a los rojos candiles del ocaso. Hacía ya tiempo que a doña Magda le estaba haciendo falta ese sombrero, pero nunca se decidía a pedirlo porque, como ella dice: -¡Vaya a saber qué porquería le llevan!... pero como la otra tarde, cuando salió en su volanta a recorrer los trigales que en ese mes de noviembre extendían su manto verde entre las lomas, volvió casi insolada, se animó y lo mandó comprar entre la lista de vicios que todos los meses se llevaban del pueblo vecino. No bien el "Jesús" hizo su trepidante aparición sobre la loma, doña Magda sale a recibirlo.

-¡Ahí tenés tu sombrero, mamá!- dice Arturito a guisa de saludo- ¡Buen trabajo nos costó encontrarlo!... y don Santos, el buen italiano que a pesar de sus veinte años de América aún conserva un léxico pintoresco, agrega: -San dié, zapo... ¡qué escasez de capellos!

Y Arturito prosigue: -De esa yerba no había pero trajimos otra. ¡Ah! me dijo Reyes que... pero doña Magda no escucha. Está observando su "pajizo", como ella le llama y luego, disimuladamente, se va a su pieza y allí, frente al espejo, se lo prueba, se lo saca, lo mira y se lo vuelve a poner. ¡Claro! Ya le parecía que era un poco grande, pero con una cinta aquí y otra en las alas le va a quedar divinamente y ya podrá salir tranquila al campo sin temor de enfermarse con ese calor que abrasa. Y esa noche nomás, mientras su hijo, don Santos y Roldán, el capataz, se han quedado en la cocina charlando sobre las perspectivas de la cosecha, ella se ha ido y le ha hecho los arreglos necesarios, se lo ha vuelto a probar y después, desde la cama, le ha echado una última mirada antes de apagar la luz y de quedarse dormida. Y desde entonces y por mucho tiempo pudo verse que a donde quiera que fuese la patrona llevaba calado su sombrero de paja que, con las alas agachadas y sostenidas por el barbijo, parece un pájaro herido con los alones quebrados.

Bajo los soles de enero que resquebrajan la tierra y hacen guarecerse las haciendas a la sombra de los sauces que bordean el arroyo, seco en ese tiempo; entre los vientos del otoño que desparraman una alfombra de hojas entre los álamos del monte y sobre los campos escarchados del invierno, doña Magda y su pajizo se han hecho inseparables, como si a fuerza de andar juntos se hubiesen convertido en un mismo ser. Esta es al menos la opinión de los peones, que al ver aparecer el de "paja fuerte" sobre las lomas, se dicen entre ellos: -¡Cuidao, hermano Garantido que ayí viene la patrona!"... y se ponen a trabajar con nuevos bríos como si la vista de aquella prenda les recordara la advertencia de que hay que hacer las cosas rápido y bien y gracias a la cual la estancia tiene fama en todo el pago de ser el establecimiento en que mejor se trabaja.

Cuando ya los mensuales habían hecho la yerra y la esquila y estaban estirando los alambrados para que las ovejas no entraran a los sembrados, no quedaba nadie en los alrededores que desconociera la vida y hechos del aludo de doña Magda que, a fuerza de poner copas a ventarrones y lloviznas estaba tan descolorido y ajado que ya más bien parecía un barrilete coleando al viento por sus flecos y colgajos que lo desmerecían.

Y una tarde de cosecha, en que la Patrona se había llegado hasta una de las trilladoras, un remolino cortó el barbijo envejecido y se lo llevó rodando a saltitos hacia la plataforma de la máquina que, de un zarpazo, sanguinariamente, lo mezcló entre las doradas espigas y se lo engulló insaciable, junto con su historia y sus recuerdos. Doña Magda, que ha presenciado azorada el triste fin de su pajizo, se ha quedado luego pensativa en su volanta, mirando la cosechadora que se aleja siguiendo la huella que le marca la melga entre el ruido de los fierros y el -¡Hopa Ho...! del manejante que se hace un eco en la llanura cobijada bajo el manto de los trigales maduros.

Y así, por obra de la casualidad o del destino, el célebre sombrero de la Patrona volvió a unirse a la materia que le dio vida y forma: a un humilde montón de paja que la brisa de la tarde va desparramando entre el canoso tuse del rastrojo.


RODOLFO HECTOR SILVERIO CARRERA